Carmona o cómo nacer en la necrópolis

by Marta Corbal Caballé (Spain)

A leap into the unknown Spain

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El cielo sevillano estaba impoluto. Como el traje de un coronel que exhibe en su pecho un sol radiante como medalla. Como las paredes del patio del convento que amadrinaría mi agnosticismo. Entre la calma de cal del patio y el acento colombiano que siseaba desde la fuente. “Han roto el silencio”, dice la hermana dominica. “Pero no siempre lo hacemos”, justifica a sus sores. El sol parece ahora un balón lanzado por un muchacho sevillano y caído en el jardín de la niña más hermosa del lugar: Carmona. Pero el calor sofocante no seduce a esta joven villa huidiza. Carmona vive su adolescencia suspirando por antiguos amores de piedra. Uno de ellos, el Imperio Romano, es especialmente inerte y lúgubre. Había insistido en enterrarse durante casi un milenio y no emergió hasta que un viajero llamado George Bonsor la quiso a ella de verdad. Aquel romántico francés la amó con un afecto paternal que le permitió desenterrar su pasado y desarrollar su belleza. En su etapa de descubrimiento, que comenzó a finales del siglo XIX, la sabiduría de la arqueología y la comprensión de su pueblo le ayudarían a explorar su interior y a cultivar sus ambiciones. Pronto, la necrópolis romana brotó de nuevo gracias a los esfuerzos de campesinos y estudiosos. La necrópolis que hizo vivir a una villa. -El empedrado camino hacia la vida Carmona semeja un cuadro con pinceladas de cada época. Un cuadro cuyo marco es un recinto amurallado de origen tartésico y moldeado por cada una de las civilizaciones que han definido una localidad con más de 2000 años de antigüedad. Las iglesias presiden el ambiente, son el corazón del pueblo y bombean adeptos durante toda la mañana. Las casas irradian un alma de cal blanca y hojas verdes que muchas mujeres mayores se encargan de mantener impoluta. La Puerta de Sevilla, fascinante alcázar, se erige como la entrada histórica hacia el centro de la ciudad. Desde lo alto de sus torres se puede ver un paisaje acostado en el que desde el anfiteatro romano hasta los campos de secano dormitan a la hora de la siesta. -Cómo nacer en la ciudad de los muertos Cada pueblo ha dejado su impronta en la Península Ibérica: en la forma de tratar la piedra, en el capricho de su arte y de la arquitectura de los vivos. Sin embargo, muy pocos han sabido captar la magnitud de la muerte de la misma manera que Roma. La vía Augusta, la más importante de la ciudad en tiempos imperiales, me hizo seguir el susurro de sus losas hasta desembocar al fin en la necrópolis. “Donde las mejores familias podían dar descanso a sus muertos”, explican. Donde el recuerdo de hombres y mujeres se reducía a cenizas y se depositaba para siempre en los mausoleos inhumados. Un brillo cegador en un atardecer muy resistente. Una escalera metálica que ardía sobre mis dedos. Nadie alrededor. Al fondo de un pasillo vertical me esperaba un columbario. Me quité la gorra, las gafas de sol y dos folletos. Estos debían cumplir otra función: indicar mi presencia en el lugar por si la escalera se vencía y el sol me precipitaba inconsciente sobre los suelos de un tedioso paraíso de fúnebres valores. Pero nada de eso había sucedido. Tras deslizarme a través de los peldaños, el recibidor del subsuelo me acogió, dejando entrever un rayo vitalista que iluminaba la pared y mimaba los ocho nichos vacíos adheridos a la misma. “De aquí se han llevado hasta la muerte”, pienso. Me pregunté si la nada era la prisión de la existencia. Si la calma eterna es tan hueca e impredecible como la felicidad. Había temido a la inconsciencia segundos antes. Sentarme sobre un reposo de piedra y honra me hizo cambiar de perspectiva. Durante los siguientes minutos tuve toda la calma que me faltó al nacer. Me alimenté de todo el deseo que me había sobrado tras una larga caminata. La luz del día me reclamaba. Pero aún no me había desarrollado lo suficiente en aquel útero de recreo, paz y eco. En el útero de la muerte. De la muerte. De la muerte.