Descendimos del microbús exactamente en el kilómetro 26 de aquella carretera desolada y tramada de árboles y montañas en todo el horizonte. Nubes oscuras y cargadas de agua se deslizaban en el cielo mezclándose con el humo del cercano volcán Masaya, a unos 5 kilómetros al noreste. Caminamos hacia la cima del Ventarrón, el brazo de tierra que se extiende unos 15 kilómetros alrededor del volcán hasta deshacerse al pie de una laguna que hace 500 años era vista con tintes místicos por los indígenas de la zona, y que ahora agoniza irremediablemente, envenenada por una gruesa capa de basura en el lecho y en la superficie desde hace décadas. 45 minutos después hemos sorteado los tres kilómetros que nos separan de la cima del Ventarrón. Fuertes ráfagas de un viento húmedo y afilado nos bañan la cara desde el cielo, trae consigo una densa columna de humo, niebla y polvo que parece partir el cielo en dos grandes trozos grises; uno más oscuro que otro. Este es el plan chicos, vamos a descender la montaña como lo planeamos, el más alto y fuerte por delante, abriendo el camino vertical y caminando uno a la vez. Todos asienten. ¿Hay preguntas? Todos se ven a la cara; no hay preguntas. El acantilado provoca vértigo ante la primera mirada al vacío, a más de 600 metros del suelo aquella mole de tierra es más que intimidante. Algunas trozos de piedra sobresalen del gigante como dientes deformes y mortales varios metros más abajo hasta fundirse en el fondo turbio y montoso. El panorama es yermo y desolado y aún así parece tener vida propia. Los matojos no crecen más de 40 centímetros y su eterno dorado no cambia ni con el invierno. Comienza la lluvia. Gruesas gotas grises y pesadas caen sobre nuestros rostros de forma casi horizontal, un vendaval ciclónico mueve nuestros cuerpos como marionetas sin control. Nos sostenemos los unos de los otros y los gritos se ahogan en la lluvia y se pierden sin ser escuchados. La montaña tiembla bajo nosotros y los pasos cautelosos del intento de descenso se vuelven un desesperado intento por sobrevivir. El cielo ruge surcado por una tormenta eléctrica que perfila monstruosa la inmensidad del Volcán Masaya frente a nosotros. El lago de lava tiñe de amarillo y naranja las nubes grises que reptan zigzagueantes sobre el coloso. Han pasado 80 minutos desde que iniciamos el descenso. Las ropas pesan por el lodo y la lluvia que nos bañan. El viento nos empuja al vacío o nos aplasta contra el paredón según sea su voluntad. ¡Kevin, sostenete! Gritamos todos al unísono al verlo desaparecer de pronto entre los matorrales mojados. Su grito se ahogó de golpe por el tronar del cielo. Corremos hacia él tanto como el terreno lo permite y lo vemos balancearse sobre el vacío con los pies colgando a más de 350 metros del suelo. Apenas se sostiene de una pequeña saliente de roca y de unos matorrales que ceden bajo su peso. Los ojos desorbitados de terror y un gesto desencajado sigue ahí un minuto después cuando logramos rescatarlo de la muerte. La lluvia cae indiferente en su rostro y borra poco a poco el susto. El cielo sigue tronando y empujándonos de vez en cuando con su rugido apocalíptico. Un olor a azufre y cloro invade la atmósfera pesada y densa que nos envuelve. Seguimos descendiendo. Voy a la cabeza abriendo el camino vertical que nos espera antes de llegar a tierra plana. Unos 300 metros nos separan del suelo y el panorama cambia lentamente. La vegetación no se limita al monte yermo y filoso, ahora crecen arbustos y más abajo los árboles engrosan con paciencia. Logramos sortear el mayor peligro y el suelo parece estar al alcance de la mano. Nos apresuramos a descender la última centena de metros a través de un cauce natural. Nunca antes sentimos tantos deseos de besar el suelo como en ese momento. Llegamos, nos abrazamos de alegría unos con otros, empapados de lluvia y lodo, envueltos en espinas y tierra. Descansamos y cobramos el trecho hasta el pie del volcán en minutos. Ascendemos y estamos por bajar al lago de lava. ¡Hemos llegado!