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Seco y ventoso. Desolado e inhóspito. Poca vegetación, y el aire salado con aroma a pescado, impregnaba mis sentidos. Las olas rompían contra las escarpadas rocas negras de la isla, dejando su suave espuma en ellas. El faro de la Isla Pérez se alzaba detrás mío, como un monstruo gigante custodio de algún tesoro pirata, semi destruido por la sal del mar y los vientos del Atlántico. En sus huecos las gaviotas habían hecho sus nidos, un cormorán gigante se posaba en su válvula solar, la vidriera rota y su cúpula eran vestigios del tiempo y de la ferocidad de las tormentas, el viento y el mar de aquella isla, y sin embargo el faro se alzaba majestuoso e imponente, aun funcionaba para guiar a los barcos perdidos, aún brillaba en las noches de tormentas y en las noches de calma. Hasta el balcón de su torre llegó un viernes gris y ventoso. Subió lentamente su escalera de caracol semi destruida y rumbrada, que hacía ruido metálico al chocar contra el fierro que a duras penas la sostenía. Por momentos pensó que se iba a desmoronar junto con la escalera, pero el chillido de metal golpeando y el viento que entraba por las rotas ventanas de la vidriera donde se encontraba la enorme linterna, producían eco y aumentaban los efectos de soledad y abandono de aquel lugar tan gris y melancólico. Por momentos tuvo miedo y quiso volver. Dubitativa, se sostuvo como pudo del barandal de hierro y miró a su alrededor. Algunas aves se posaron en la cúpula. Se disputaban un pescado. Las paredes de la torre estaban llenas de moho verde y excremento de aves. El viento resoplaba y emitía un tétrico sonido que se mezclaba con el de las tempestuosas olas al romper sobre las rocas. Un tímido caracol subió por las paredes mohosas, hasta que una gaviota se lo tragó. Recordó que una puerta blanca se interponía entre la escalera y el balcón, siempre estaba cerrada con un candado gigante, por las constantes visitas de adolescentes y curiosos imprudentes. Ahora ya no había puerta, solo una cadena suelta, y un viejo cartel de prohibido ingresar escrito a mano colgando de un clavo. El viento movía las cadenas. Pisó con temor los miles de vidrios del balcón y se arrimó a la baranda que a su parecer, era la mas firme para mirar a su alrededor. Un fuerte olor a pescado y sal se impregnó en sus cabellos y piel, el cálido olor le recordó tiempos de besos y promesas, risas y caricias. Sonrió, y luego volvió a ponerse seria. Los años habían sido implacables con el viejo faro, aún así su linterna funcionaba, seguramente al atardecer cuando bajaba el sol, el viejo torrero la encendería. Se quedó hasta que el sol se escondió en el horizonte azul, algunas nubes negras de tormenta aparecieron en el firmamento, amenazantes, y el viento cálido se enfrió de repente. un fuerte ruido la despertó de ese sueño marítimo. La luz del faro Pérez se encendió de repente, encandilándole. La voz ronca del torrero indicándole que debía bajar o llamaría al guarda costa de la Isla la sacó de su sueño lleno de espuma y caracolas marinas. El faro de la Isla Pérez, en las aguas del Golfo de México, en el arrecife Alacranes, iluminó el oscuro mar azul con su luz intermitente, brillante y giratoria, guiando los barcos pesqueros de aquella península. Mientras bajaba las escaleras con rapidez y llegaba a la parte baja de la torre, miró hacia arriba y sonrió. Ya tenía las fotos de la isla desde arriba del faro.