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Si hay algo que caracteriza a las estaciones inglesas es lo concurridas que están siempre. Al entrar casi choco con unos vendedores ambulantes de perritos calientes, dentro el espacio parece repartirse de forma anárquica, sin embargo, apenas te orientas te das cuenta de que existe orden. Busco asiento dentro del vagón de tren, quiero un sitio donde pueda ir mirando cómodamente por la ventanilla, para mí es la mejor película que se puede contemplar cuando viajas. No quiero distraerme del paisaje. Una vez acomodado en mi asiento, alzo la vista y frente a mí veo un libro cuyo título evoca a los viajes. Una chica joven, de rostro moreno y ojos rasgados, como sacada de una novela de Kipling, alza la mirada por encima del libro y sonríe, está claro que se ha dado cuenta que la observo. Las afueras de Londres traen a la memoria los paisajes narrados por Dickens, viejos edificios de ladrillo formando barrios obreros, antiguas fábricas abandonadas, cilíndricas chimeneas negras de hollín. Conforme nos alejamos se ven caminos de tierra amarillenta, gentes de todo tipo habrían pasado por allí a lo largo de los siglos, solos, con sus animales, con sus mercancías, o con sus hijos de la mano, tristes, emocionados, con sus sueños o con sus miedos, se acercarían a la acogedora urbe que dominó el mundo ¡Si estos caminos pudiesen hablar! De vez en cuando aparecía un pequeño pueblo, una aldea, con sus tejados triangulares y las torres de sus iglesias, me encantaría bajar de un salto del tren, perderme por sus calles y mezclarme entre sus gentes. ¿Por qué será que el turista moderno se mueve de ciudad en ciudad? lo más genuino, lo más auténtico, lo encontramos en el campo, las raíces de la cultura se conservan aquí mejor que en ningún parte. El tren comenzaba a frenar, por primera vez iba a poder visitar un pueblo de la campiña inglesa. El viejo edificio de la estación, con ladrillos oscuros y ventanas y bancos de madera, contrastaba con las luminosas máquinas expendedoras de comida y bebidas, un símbolo más de la globalización. Para llegar al centro urbano debía atravesar un pequeño puente que más bien parecía el refugio de película de un simpático vagabundo. Frente a mí se extendía una típica ciudad inglesa famosa por sus fuentes de agua termal. Filas de casas iban dando paso a espacios más amplios, con jardines, y cada vez se veía y se oía a más gente. Un grupo de adolescentes pasó junto a mí, cómo adivinando a donde se dirigían, decidí seguirles. En los parques siempre suele haber algo interesante. ¡Acerté! A los pocos pasos una iglesia, de estilo gótico, se alzaba delante de mi vista. Paseando por las calles, respirando su ambiente típico y su sabor histórico. Las casas del centro urbano, de su parte antigua. En una calle algo más ancha y más transitada aparecen varios locales de ambiente nocturno y tiendas, en frente se alza como desafiando a la estética igualitaria del resto de la ciudad lo que parece un templo clásico, alto, blanco, con cuatro columnas frontales, largas y estilizadas, acabadas en capiteles dóricos, recuerda a un templo griego o la fachada neoclásica de la mansión de una plantación del sur de Estados Unidos, ¿será una casa particular o algún edificio construido para algún fin? Resulta muy fuerte la tentación de fotografiarlo y sobre todo de acercarse. No lejos de allí, una vegetación de arbustos bajos cubre las orillas del río, los sauces llorones mojan la punta de sus ramas en el agua, los cisnes navegan majestuosos por las calmas aguas dejando una estela a su paso, es todo como la escena de un cuento. Es a este río al que la ciudad debe su nombre, y a la que no sé si alguna vez volveré. De nuevo me encuentro en el tren. Descanso sobre el asiento. Mi vista se topa con un libro cuyo título evoca a los viajes, y me resulta familiar, creo que lo he leído antes. Una chica joven, de rostro moreno y ojos rasgados, alza la mirada por encima del libro y sonríe, está claro que se ha dado cuenta que la observo.