La Otra Cara Desconocida de la Ciudad

by Daniel Iturriza (Argentina)

Making a local connection Argentina

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“No sabés de lo que te has estado perdiendo, amigo” comenzó diciendo hace unos meses Felipe, mi amigo bonaerense. Esa frase no se me borró en toda la noche, pensaba en ella como si fuera un sabio quien lo dijo. Veía sobre mi hombro izquierdo, tenía mis lentes redondos de mala calidad puestos, y las luces incesantes parpadeaban destellos blancos una y otra vez, se sentía que llevaba titilando toda una eternidad, pero no estaba cansado. Veía sobre mi hombro derecho y no prestaba atención a mi compañera de viaje Gabriela, quien lucía ciega por no parar de mirar al piso mientras bailaba. Detrás, el mismo sujeto de hace 3 horas, bailando desenfrenado, con los ojos cerrados, en el mismo circulo desgastado donde lo miré por primera vez. Retumbaba el techo, el suelo y las vigas de acero del local, la música Dark Trance era siempre la misma, pero cambiaba algunos sonidos de vez en cuando. Feli, mi amigo argentino, llegó del baño con la sonrisa más relajada y nos dio dos pastillas más para poder seguir la noche. Un aire fresco acariciaba mi nuca, venía del aire acondicionado de arriba, que mantenía alejado el calor agobiante del gentío. Mis píes tenían vida propia y no sentía dolor alguno por haberlos movido más de 5 horas seguidas, me sentía bien, tranquilo, entendiendo que en el mundo hay cosas maravillosas y raras que aún son un tabú social. En mi mano no soltaba mi botella vacía de cerveza, que después de haberla bebido, la llené en el baño con agua de chorro para mantenerme hidratado, era el constante consejo de Felipe: “Tomá agua, amigo”. Me retiro al baño de hombres, pero antes tenía que abrirme paso por la multitud sin luces, animales salvajes que bailaban pensando que están solos, con risas en sus caras y vistiendo como les plazca. En la ida al baño, el cartel con presencia del El Gran Hermano, era uno encima de todos que decía: NO TELÉFONOS, NO FOTOS. SOLO LA MÚSICA. Un templo budista lleno de drogas, gente de buen humor, música rápida y estruendosa… era otro modo de relajarse sin tener el sonido del mar de las costas de donde soy. No sé que hora era, el agobiante cartel no me dejaba sacar mi celular con libertad, aunque igual había personas usándolo sin problema. Debajo de la escalera al salón de arriba, Feli prende lo que quedaba del porro de antes y entre los 3 lo fumamos para bajar el efecto de la pastilla. Mis dedos se movían de arriba para abajo al ritmo del beat trance, mi cabeza al ritmo de la melodía y mis píes estaban coordinados con mis manos. Me sentía en un lugar seguro… y así lo era. Volvimos a meternos en el medio de la multitud, que, pasadas las horas, se había llenado más y más de personas buscando una linda noche en la inmensa e insaciable Bueno Aires. Sin espacio, bailábamos casi que pegados unos al otro, excepto por Gabriela, que desenfrenada por la música buscaba su sitio para bailar. Yo ya estaba tranquilo, meneaba mi cabeza por automatismo y me seguía moviendo por gusto a la música. El lugar ahora estaba lleno de luces rojas, parecía el disco infierno. No me di cuenta en qué momento cambió de Dj, hasta que Gabriela nos pide que nos vayamos, dado que el ambiente estaba muy sofocante para ella y sus efectos de las “pepas”. Nos abrimos paso de nuevo por la jungla y caímos en un oasis dentro del mismo sitio, donde solo había dos empleadas como estatuas pegadas a la pared. Gabriela recupera el color del rostro mientras respira sentada. Y… más adelante, sin preguntar, salimos por una puerta trasera a la vereda. Eran las 5 de la mañana y en las calles había personas como si fuera hora pico. Caminamos más de 20 cuadras mientras reíamos y seguíamos bailando sin música, comiendo chupetas por 10 pesos. Ninguno se quedaba quieto. Experimenté el tabú de una religión social, con drogas como versículos, y el templo era Under Club. Fue en un abrir y cerrar de ojos para presenciar la otra cara de la jungla nocturna de Buenos Aires.