La virgen del Socavón

by Ashle Ozuljevic (Spain)

Making a local connection Bolivia

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Nadie sabía de dónde sacaba tanto dinero para comprar las cervezas, pero las conseguía por montones. Fue el dealer esa noche, un dealer altiplánico e indigenista, ebrio, y a ratos, bastante insistente No hubo que llamarlo ni buscarlo ni convencerlo, él simplemente le preguntó a la chica –con una delicadeza asombrosa- si podía ofrecerle una lata. Ella aceptó la primera y ya no tuvo que decir más. Pronto vino otra, y otra, e incontables más. Sobrepasada, comenzó a pasarlas a sus amigos de carnaval –desconocidos ayer, hermanos hoy- que, estupefactos, comprendían que sí, finalmente estaban bebiendo gratis en la mejor galería del carnaval. El único requisito para permanecer en ese cielo embriagado y excitado era beberse el contenido al seco. Para ello, todos unidos, y fraternales, gritaban “¡seeeco, seeeco, seeeco!”. Ninguno rechazó la prueba, más bien la realizaron una decena de veces, por cabeza. Pensaron que el imán era la chica, pero pronto descubrieron que el inglés que los acompañaba desde hacía dos ciudades, también atraía alcohol gratuito y todo tipo de sustancias. Veían pasar las danzas, se enamoraban a cada segundo de las bailarinas y de sus piernas eternas. Les pedían, a voz en cuello, besos que recibían con gritos de júbilo. No sabían que esa noche sería irrepetible, que jamás volverían a reencontrarse siquiera. Se intercambiaban, entonces, direcciones, teléfonos, nombres... Gritaban, aullaban, se caían de los escalones para levantarse y volverse a caer, cada vez más duro, cada vez más húmedo. La lluvia a su vez comenzaba a dejarse caer, pero no importaba: era la euforia del carnaval, del alcohol, de la música y de los pasos inseguros entre la multitud. Era la espuma en las orejas, la orina ajena en el remate del pantalón, las cervezas que seguían corriendo sin que alguien las trajera. Era, o podría haber sido, el inicio de un chiste: “Había un abogado, un ingeniero y una italiana…” o “había un inglés, una chilena y un brasileño”, pero nada, nadie allí terminaría de buen humor. Se encaminaron en grupo hacia la Virgen del Socavón, donde la fiesta seguiría hasta el amanecer, “El Alba” le llamaban, y era toda una perdición. Ahí conocieron a Rosi. El inglés, todo un galán, la habría atraído con su rostro de niño y su pronunciación inentendible. “Ella nos llevará al epicentro de la celebración” dicen que decía. Pero sucedió que en el éxodo de un par de cuadras, el británico se encontró con alguien y el grupo siguió su camino sin notarlo, hasta que dos de los integrantes, extrañándolo, volvieron a buscarlo, encontrándose con una serie de peleas callejeras, mujeres llorando en los brazos de hombres durmientes, niños llevando de la mano a padres que eran más bien receptáculos de destilados, gente perdida, deambulando, no entendiendo. Ellos mismos se transformaron en caminantes extraviados sin poder volver a reunirse. La lluvia comenzaba a tomar fuerza. El grupo totalmente diseminado, se reconstruía para contar anécdotas del pasado inmediato y volver a separarse; el estudiante de leyes asaltado por niños efervescentes cuya arma blanca era espuma de carnaval; la italiana bailando desnuda sobre una mesa de billar; el aspirante a ingeniero siendo apadrinado por el jefe de la mafia local; y un brasilero muy burgués, cogido por la policía bajo el cargo de narcotráfico (llevaba en sus bolsillos las estampillas que el inglés le pidió guardar mientras orinaba en una esquina). Al día siguiente ninguno vio a nadie. A distintas horas, y por múltiples medios, todos abandonaron la ciudad con sus calles ahora desiertas, iluminada por un sol cansado, silencioso. Pocos conservaron los soportes donde aparecían nombres y datos que la noche anterior habían intercambiado. Al verlos, no recordaban nada, a excepción del grito tribal, el padre de esos pobres corderos: “seeeco, seeeco, seeeco”. Seco, el así apodado dealer cervecero, trabaja actualmente en un cibercafé donde no se vende café. Niega categóricamente haber estado esa noche en Oruro, mencionando una visita fulminante a algún pariente lejano, que varía en cada una de las versiones. Se sabe que jamás volvió a pisar la plaza de la ciudad una vez caída la noche. Nunca más acercó a sus labios bebida alcohólica. No volvieron a verle sonreír.