Un crimen en Villa Alpina

by Laureano Barrera (Argentina)

I didn't expect to find Argentina

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El auto traqueteó por un camino de conchilla muy desmejorado. Ella quizás había tenido razón. Era una senda para esos rústicos camiones con remolques llenos de arena y piedra que habíamos cruzado más abajo, no para mi Suzuki Fun 2005 completamente urbano. Lo pensé, pero no dije nada. Estaba concentrado en el camino, con las manos bien aferradas al volente, y de vez en cuando miraba para los costados y veía los primeros pinos de araucarias que se iban haciendo más regulares a medida que nos aproximábamos al valle que empezaba a dibujarse allá abajo. Ahora ella miraba por la ventanilla del acompañante, callada, pero era un silencio muy distinto. El suyo no era un silencio de contemplación sino su manera más elocuente de ejercer el derecho inalienable que le confería haber tenido razón. Por suerte Simón dormía en la sillita mecedora de la parte de atrás, ajeno al bamboleo del auto. Todo el problema era que el camino que había tomado, desviándonos del itinerario consensuado durante el desayuno de la mañana. Era una senda de altura, estrecha, polvorienta, que a simple vista cualquiera podía darse cuenta de que casi nadie la transitaba. Y era incierta. A veces el azar, alguna situación fortuita, obligaba a tomar por caminos desconocidos. Pero uno no elegía la incertidumbre con un hijo de seis meses en el asiento trasero y un auto diminuto sólo porque un nombre sonaba atractivo en un cartel de señalización oxidado en medio de una ruta de montaña. Que Villa Alpina no figurara en los viejos mapas de ruta que regalaba a sus socios el Automóvil Club, desplegados sobre la mesa del desayuno después de terminar las tostadas con dulce de arándanos, significaba que era un lugar remoto. Para mí era una cualidad valiosa que un lugar no figurara en los mapas. Fantaseaba con un caserío virgen, fuera del alcance de los turistas que viajaban con muchos bolsos y niños insidiosos que gritaban durante la siesta y comían harinas dejando caer las migas al río. La primera impresión fue ésa. Villa Alpina era, como su nombre lo decía, una postal de Suiza en medio de las sierras de Córdoba. El camino comenzaba a bajar bruscamente y serpenteaba cruzando un puente que dejaba ver una playa de pedregosa y se internaba en un valle verde. Había un hotel rústico, revestido en madera, un comercio de equipos de trekking y un almacén donde aprovisionarse. Había unos chicos hippies rubios, parecían nórdicos, que calzaban borceguíes, pomadas para el sol y se preparaban para una larga caminata. Villa Alpina Simón se despertó, tomó su mamadera y con ella comimos unos sánguches de salame al borde del agua. Era un curso manso, sereno, que avanzaba entre los árboles con gracia. Su humor había cambiado. Siempre mejoraba cuando la realidad terminaba por imponerse y se daba cuenta de que nada era tan grave. Pasamos la tarde e íbamos a emprender la vuelta para seguir con nuestro derrotero trazado. Entre al hotel para saber cuánto costaba la noche en ese paraje tan solitario. Entablé una conversación con la propietaria. Era una señora de unos cincuenta años que ya tenía el pelo gris y el rostro ajado. Hablaba en un tono muy bajo. No recuerdo los términos exactos de la conversación; sí que recorrimos algunas trivialidades hasta que bajó la voz en un susurro, como si fuera a revelar algo muy importante: -Hace unos meses mataron a Escalante, tenía una despensita al otro lado del puente- me dijo. Mi cara debe haber cambiado. Contaba policiales casi diariamente, en el diario donde trabajaba, pero un asesinato en un pueblo de montaña, al pie de un riacho, donde vivían 27 habitantes, era un guión casi soñado. Han pasado diez años desde aquella revelación y no pasó uno sin que me prometiera instalarme ahí cuatro o cinco días, a preguntar a cada uno de los 26 sobrevivientes qué estaban haciendo a las 10:34 de esa noche de tormenta, creo que fue miércoles. Cuando alguien mataba de un escopetazo en el hombro al viejo Escalante. Fueron hombres que llegaron de afuera, leí mucho después. Sabían que el viejo escondía 40.000 pesos en el establo, pero sorprendió y tuvieron que matarlo.